Se normalizó el odio y se subestimó la vida
Este no es un hecho aislado. Es la consecuencia de haber normalizado la presencia de violentos en la política.
08:29 a. m.
La vida es sagrada, invaluable y no puede ser relativa. Sin embargo, en Colombia parece haberse perdido esa convicción. El país ha cambiado, sí, pero no necesariamente para bien. Estamos llegando a un punto de inflexión que lo vuelve irreconocible. En muchos frentes, el llamado “cambio” ha sido más bien un retroceso. Y ese viraje nos tiene hoy enfrentando una nueva coyuntura violenta, con Miguel Uribe Turbay luchando por su vida tras un atentado criminal.
En abril de 2024, Alejandro Gaviria advirtió sobre la peligrosa escalada de la violencia política: “Me preocupa la situación actual del país porque en Colombia la violencia verbal se ha transformado muchas veces en violencia física. Ojalá no se produzca un magnicidio”. No pasó mucho tiempo para que esa advertencia cobrara una dimensión aterradora. Lo que no ocurría desde hace más de dos décadas volvió a estar sobre la mesa.
Este no es un hecho aislado. Es la consecuencia de haber normalizado la presencia de violentos en la política, de haber tolerado retóricas cargadas de odio, mentiras y llamados a la división. Durante años se dejó pasar la promoción del resentimiento y el señalamiento sistemático del adversario. Y hoy, la realidad nos pasó por encima.
Algunos insisten en comparar este momento con la Colombia de los años 90. Pero esta no es esa Colombia: es la Colombia de Gustavo Petro. Un país gobernado por un presidente que no ha tenido reparos en estigmatizar a sus contradictores, en señalarlos como “paramilitares”, “nazis” o “esclavistas”, para deslegitimarlos y justificar su discurso incendiario. Petro es hoy el principal promotor de la violencia política y el máximo responsable del deterioro institucional que estamos viviendo.
La política ya no se divide entre izquierda y derecha. Se divide entre demócratas y autoritarios. De un lado estamos quienes creemos en el valor del disenso, en la necesidad de construir sobre las diferencias y en la defensa de un sistema donde todos —sin importar ideología— puedan participar. Del otro lado están los que no toleran la diferencia, los que se sienten con el derecho de eliminar al que piensa distinto, ya sea con discursos de odio o con armas.
La violencia política es la expresión más grave de la ruptura democrática. La democracia —con todos sus defectos— existe precisamente para evitar estos desenlaces. Su razón de ser es la deliberación, el disenso civilizado, el respeto mutuo. Cuando eso se quiebra, se abre paso la barbarie.
Y la barbarie no tiene ideología exclusiva. Si bien la izquierda tiene evidentes figuras antidemocráticas y violentas, la derecha también arrastra sus propios violentos. Todos ellos, desde sus trincheras, han contribuido a erosionar la posibilidad de una política democrática. Todos ellos son cómplices de climas hostiles que abren la puerta a crímenes atroces como el que hoy tiene al senador Uribe Turbay hospitalizado.
Este no puede ser un llamado ingenuo a la reconciliación, pero sí un grito urgente por la defensa de la democracia. A quienes aún creemos en el Estado de derecho nos corresponde no ceder más terreno. Hay que trazar una línea clara frente a quienes usan la política para dividir, para amenazar o para eliminar. El debate democrático necesita garantías. Y la primera de todas es respetar la vida.
Sea quien sea la persona que ocupe la Presidencia el 7 de agosto de 2026, nos debemos asegurar de que respetará la democracia y los valores republicanos de nuestro país. Sin importar el espectro político de donde provenga, no podemos permitir otro autoritario o violento dirigiendo a Colombia.